En una serie de TV, anterior a la pandemia del COVID-19 y sus consecuencias globales, una familia que no pasa por sus mejores momentos vive preocupada por una amenaza mortal. Cada miembro de la familia quiere arreglar la situación a su manera, tapando ambiciones con errores, estos con mentiras, estas con más mentiras y todo ello con reproches, odio y traiciones.
Están todos dentro de casa, aterrados por el peligro pero no con suficiente voluntad para reconciliarse y abrazarse. Cada hijo se refugia en su cuarto y el padre anuncia que dormirá en el sofá del salón. La madre le hace ver que viven en una moderna y lujosa casa que aunque blindada, es toda de cristal y quedaría completamente expuesto. ¡Touché! Me voy entonces al desván, dice el protagonista.
Nosotros sí nos abrazamos en casa, eso sí, entre gritos y reproches regularmente. Estos días nuestra numerosa tribu intenta cumplir cívicamente con la premisa #quédateencasa, procuramos velar por las medidas de higiene pertinentes, y buscamos ser de ayuda y ánimo en todo lo posible. Después de un mes de confinamiento todos estamos haciendo una evaluación adaptativa, sobre todo los más pequeños para quienes este virus ha traído mayor presencia y cuidado de sus padres y seres más queridos, como nunca lo habían experimentado. También estamos viviendo cómo este reto está sacando en muchos lo mejor que poseen en forma de servicio, agradecimiento, solidaridad, cuidado de los más desfavorecidos… Y ha terminado de convencer incluso a los modernos, del valor útil de la tecnología. Con todo, vivimos ineludiblemente una presente y continua angustia e incertidumbre que nos consume.
Stanley Spencer (1891-1959), La resurrección de la hija de JairoSean cuales sean las medidas que tomamos, somos vulnerables, y no meramente frente al Coronavirus. Uno de los efectos secundarios de esta medicina preventiva llamada confinamiento es la amplificación de nuestro egoísmo y soledad. Hemos visto como autoridades y gobiernos han retratado la prueba de esta afirmación con negaciones, retrasos o cierres de fronteras. En algunas zonas de España la mayor cantidad de muertes se han producido entre personas mayores olvidadas en residencias. Hacinamos alimentos en casa sin pensar en los que llegan al supermercado después de nosotros, que suelen ser los más desvalidos. Nuestro cerebro reptil nos enseña que la generosidad y la bondad hacia el otro es cara y hay que limitarla.
Si bien el liberalismo político y social de nuestro mundo nos dice que la libertad y la autonomía individual son el valor fundamental, como seres humanos anhelamos seguridad y pertenencia. A pesar de que vemos este momento como una ventana de invitación aunque sea para cruzar unas palabras con nuestros vecinos desde el balcón, la verdad es que nos cuesta no solo alimentar paz y esperanza en nuestros propios pensamientos sino que también se nos hace difícil sentir que somos parte de un ejército que no se ha rendido y sale a anunciar y reclamar el reino de los cielos ahí fuera.
Frente a estas circunstancias de paradójica ansiedad y oportunidad, un desafío fundamental de no salir de casa es que un día respondimos al llamado de caminar cubiertos del polvo de las sandalias de Jesús, que con toda autoridad sobre lo visible e invisible y prometiéndonos estar con nosotros siempre nos dice —“yendo, haced discípulos de todas las naciones” (Mt. 28:16-20). ¿Cómo podemos ser fieles y obedientes al llamamiento sin dejar de atender y cumplir lo que las circunstancias y nuestras autoridades requieren?
Los evangelios narran cómo en la semana en la que la ineludible cuenta atrás hacia la Cruz se acerca para Jesús, se cruzaron dos respuestas posibles que podemos considerar para nuestro dilema; 1) la del temor y la espantada de todos los que le seguían (Mt. 26:31,56) cuando Jesús más les necesitaba —“¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?” (38, 40, 43-45); y 2) la de la obediencia de Jesús, —“Padre mío, si es posible, no me hagas beber este trago amargo. Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (v.39), que postrado sobre el rostro, sumiso que no humillado, está orando y afirmando Su espíritu con la misma oración que enseño a sus discípulos. Estas dos respuestas son un excelente espejo con el que podemos evaluarnos hoy durante esta pandemia.
Pero Jesús no los dejó como sabemos en la miseria de sus traiciones y reclusión. Mateo nos explica cómo los discípulos encuentran al “Nuevo Moises” en el monte Arbel. Un cumplido y restaurado Shalom a sus pies, ya y más por venir, que los discípulos siguen sin ver. Jesús les afirma en su poder, y en la promesa de su perpetua presencia. El poder y la autoridad con el que enseñaba, sanaba, obraba milagros, perdonaba pecados, controlaba la naturaleza y con el que venció a la muerte, es con el que ahora les capacita y envía.
Sólo unos días después de partir el pan y comisionarles en Galilea, Jesús se ha despedido en Betania y los discípulos vuelven a verse frente al espejo confinados en Jerusalén, esta vez están todos juntos. El Padre cumple su Promesa y derrama Su Espíritu sobre ellos. Pedro y compañía salen de su agujero para ser testigos de la deconstrucción de Babel, —“¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye hablar en su lengua materna?” (Hechos 2:8); y la salvación, bautismo y multiplicación de tres mil almas (Hechos 2:37-41). El espíritu Santo guía a Pedro a hacer lo que tantas veces vio hacer a Su maestro. Hacer misión mirando atrás para caminar hacia el futuro.
Jesús había amado, vivido, orado, enseñado, proclamado, sufrido y hasta muerto, junto a ellos con La Escritura en su boca. Para la misión a la que han sido invitados han de recordar, recitar, revivir Su Palabra, y han de hacerlo juntos, con Él y unos con otros. A ellos Pentecostés les pilló reunidos bajo un mismo techo (Hechos 2:1). Nosotros podemos hacer memoria rumbo al futuro, juntos, desde cada uno de nuestros hogares, —tenéis lo que os hace falta para hacer esto?, nos pregunta junto al pan y las brasas el Maestro (Jn. 21:5-6). —¡Si, Señor!, contestamos nosotros.
Rubén Fernández – Atletas en Acción